El periodista Santiago Fuster Castresoy hizo una recorrida por el norte, en 1920, jornada que incluyó unos días en la ciudad de Tucumán. En la nota que publicó luego en "Caras y Caretas", contaba que sacó un boleto en el "tranvía rural", como se denominaba el pequeño tren que partía desde la plaza Alberdi hasta el pie del cerro.
Poco después de la una de la tarde, Fuster Castresoy aguarda al tren en la plaza. Mientras tanto, echa una mirada a la estatua de mármol de Juan Bautista Alberdi, emplazada al centro del paseo. En ese momento, confiesa, "corre por mi sangre un rubor que sube hasta el rostro: acuden demasiadas reflexiones al cerebro, y uno concluye por avergonzarse de ver cómo las estatuas de nuestros cóndores han sido hechas en pequeño y puestas en rincones donde pareciera que el olvido tuviese su guarida".
Al fin, aparece la locomotora. "El ruido de la maquinita tiene la facultad de sacudir los ánimos". En ese momento, "no sé por qué sendas ni por qué caminos, veo aparecer en la plaza mujeres ataviadas con ropas de estío, almidonadas unas, al descuido las de más allá: tipos netamente regionales que corren hacia el tren ofreciendo naderías que suelen deleitar a muchas gentes".
Empiezan a vocear la mercadería: "¡Empanadas!", "Bizcochitos, señor!", "¡Refrescaos, rosquitas!", "¡Manzanitas jujeñas a veinte!", "¿Quiere pasteles, cabrito, bollos?". Y detrás de las vendedoras, "un verdadero caudal de chiquillos viene al asalto de plataformas y estribos, dando aullidos. Por fin, la chimenea del pequeño tren chisporrotea cual si preparase un gran esfuerzo. Se oye una pitada muy aguda, muy disonante, y el escarabajo de ruedas inicia la marcha repechando continuamente".